martes, 11 de diciembre de 2007

A la luz de...

Volviendo a casa, nada más entrar en la ciudad me hacen notar que se aprecia una zona a oscuras. No le doy demasiada importancia, ya que la calle que lleva a mi casa está iluminada. Al menos, hasta diez minutos más tarde, cuando me doy cuenta de que sólo esa calle tiene luz: el resto de mi barrio también está a oscuras.

Subo a casa iluminándome con el mechero. Al intentar meter la llave en la cerradura mi familia oye el ruido y me abre para ahorrarme el espectáculo de intentar conseguirlo.

Y me encuentro un ambiente bastante diferente al habitual. La casa iluminada con velas tiene un aspecto sobrecogedor. Mi familia, que normalmente estaría apalancada cada cual en su sitio, anda de un lado para otro. Parece ser que el apagón había sido apenas unos minutos antes y todavía estaban adaptándose. Los hay que van por toda la casa poniendo velas. El método oficial de desplazamiento es móvil en mano iluminando con la pantalla (y a mí que soy teleco se me ocurrió sacar el mechero en vez del móvil). Mi hermana se adueña de la linternita de lectura para ponerse a estudiar. Mi madre hace la cena iluminada por el fuego de la cocina de gas y unas velas de la mesa, con el aspecto de una película de terror. El resto deambulan o se acomodan sin saber muy bien que hacer. Se da tan por seguro el tener electricidad que no nos planteamos que pueda llegar a faltar.

Opto por deambular por la casa, tan perdido como el que más, aunque sin duda el mejor adaptado: la costumbre de pasear por la casa cuando me da por pensar ha hecho que haya memorizado toda su distribución de manera inconsciente, así que soy capaz de desplazarme con visibilidad casi nula sin darme ni cuenta. Intento plantearme el acabar lo que me falta de los ejercicios de hoy a la luz de la vela, pero no encuentro las ganas, aunque no puedo evitar pensar en lo que me gusta la imagen de los monjes escribiendo con pluma y tinta iluminados por un cirio. Sonrisa triste. Pienso en todo lo que he dejado pendiente por hacer y depende del ordenador. Me doy cuenta de mi dejadez para estas cosas, debería hacerlas con más antelación en previsión a los problemas que puedan surgir. Paso al cuarto de baño y me planteo ducharse con una simple vela. También puedo poner unas cuantas más, coger las sales y espumas y preparar un baño en condiciones, pero tanto despliegue para bañarme en solitario hace que olvide la idea. Sonrisa triste. Me asomo a la terraza, miro a la derecha y veo la avenida iluminada. Vaya, resulta que mi manzana marca el límite entre la zona con electricidad y la zona sin luz. Miro a la izquierda y veo oscuridad, rota solo por vacilantes luces de velas y linternas tras las ventanas, muy diferentes a las habituales. Y mirando al cielo, a pesar de la oscuridad, no se aprecian las estrellas. Sonrisa triste.

Y se hizo la luz. Vuelven a iluminarse las casas. Se apagan la velas, se guardan las linternas. La televisión se enciende, se pone en marcha el ordenador. Esa familia que unos instantes antes estaba a la deriva vuelve a la rutina sin apenas plantearse la transición. Cada cual a lo suyo, como de costumbre. Se acabo el momento de paréntesis, se vuelve a la realidad de cada día.

Incluido yo. Me ducho, reviso el correo, acabo lo que me falta. Me voy a la cama. Duermo, tengo sueños, los olvido. Suena el despertador del móvil. Lo apago, me doy media vuelta, remoloneo en espera de que suene el despertador que tengo para estos casos, y sin darme cuenta me quedo dormido otra vez.

Porque obviamente ese despertador no llega a sonar. Ha habido un apagón, y como todo despertador que va a a luz sin sistema de batería de emergencia, se reinicia. Se pierde la alarma. Como lo tengo ubicado de tal forma que no se ve la hora, para que no moleste la luz, ni me doy cuenta. Me quedo dormido hasta que me levanto por el ruido que hace mi hermana. Miro el reloj del móvil, ya ha empezado la clase de problemas. Bravo por mí.

Me quedo en la cama y me voy a replanteando las leyes de Murphi, las posibilidades de fingir enfermedades, los peligros de la rutina. Al cabo de un rato la una pregunta que queda es ¿cómo puedo ser tan capullo? Siempre dejando las cosas correr, siempre esperando al último momento, siempre con miedo, siempre con un sentimiento de estúpida melancolía, siempre huyendo. Así que me levanto dispuesto a hacer algo de provecho. Y al mirar al techo, sin gafas y con las legañas aún en los ojos, veo unos pegotes beiges, un grupo solitario en la inmensidad del techo. Son estrellas fosforescentes. Aunque artificiales, no dejan de brillar en las oscuridad. Tanto tiempo echando de menos las estrellas y siempre las he tenido sobre mi cabeza, aunque la litera de arriba me impidiera verlas, allí estaban, y sólo tenía que asomarme para verlas. Los árboles no me han dejado ver el bosque. Salgo de la habitación, y por primera vez en algún tiempo, la sonrisa que llevo es animada.

3 comentarios:

María dijo...

los pelos de punta
me ha encantado..
es genial

Anónimo dijo...

Bravo

Anónimo dijo...

Si señor. Me has dado una clase de como escribir una historia corta y impactar de su simplicidad y pureza.
Bien hecho amigo.